El corral

Madre lavando a su hijo en un corral vallisoletano. La fotografía pertenece a la fotógrafa y periodista Laura Cruz. http://unaltrabirra.wordpress.com/

Su tío Jesús siempre repetía la misma palabra: «Cojones«. La utilizaba para todo. Por ejemplo, cuando comía algo que a su juicio estaba bueno, exclamaba entre risas que «estaba de cojones«. O por ejemplo, cuando se enfadaba con Paco el del taller porque todavía no le había arreglado la vertedera gritaba «¡Manda cojones!«. En cambio él, por su edad, no podía utilizarla. De hecho, todavía recordaba la bofetada que su madre le propinó el día en el que se le ocurrió decir la palabra de marras delante del cura del pueblo, Don Facundo, que ante la chiquillada se cruzó de brazos y dijo algo de que no iba a tomar una comunión, o algo por el estilo.

Lolo tenía 7 años y vivía cómodamente en su casa del pueblo que, aunque pequeña, siempre había estado envuelta por una atmósfera con olor a mañana estival y barniz. Petra, su madre, se afanaba por llevarle limpio y bien vestido y vigilaba sus esporádicas excursiones al corral que compartían con los abuelos paternos. Era una plaza grande, cercada por un muro continuo y encalado, cuya continuidad solo era interrumpida por la presencia de un gran portón por el que la maquinaria de su abuelo entraba y salía. Los grandes tractores despertaban a Lolo y al vecindario entero con sus bostezos matutinos, todas las mañanas, en el preciso momento en el que comienza la jornada laboral para aquellos que aún se dedicaban al campo. Pero daba igual la hora que fuese porque bastaba un mínimo susurro que proviniese del enorme John Deere de su padre para que Lolo se levantara de la cama y se asomase a la ventana para ver marchar a ese enorme y humeante armatoste, que dejaba a su paso el multitudinario crepitar de los cantos rodados del corral, que se retorcían de dolor bajo las enormes ruedas del tractor.

Su madre, Petra, siempre le pedía que no corriese. El tiempo había hecho que de la tierra saliesen cantos y trozos de ladrillos centenarios, de los que solo asomaba una pequeña y afilada porción. Caerse sobre aquel caótico mosaico debía de doler. Cuando Lolo se caía y se magullaba la rodilla, gritaba para si mismo ese «¡Cojones!» que había aprendido de su tío Jesús, para después romper en carcajadas una vez que se percataba de que su madre era incapaz de controlar sus pensamientos. Luego se ajustaba la capucha para mirar hacia arriba, hacia el cable que cruzaba el corral sobre el que decenas de grajos miraban al crío, urdiendo los más descabellados planes contra su vida. Era entonces cuando Lolo cogía un palo, se acercaba sigilosamente hacia el gallinero y, sacando la lengua para reducir el esfuerzo, sacudía la vara sobre una enorme bombona de butano que, al recibir el golpe metálico del palo, rompía en una serie de estruendos que provocaban la desbandada de las aves cotorras.

Y era entonces cuando Lolo se quedaba prendido del espectáculo aéreo, viendo a los pajarracos huir sin problema alguno. Primero estiraban las patas sobre el cable, echaban el pico hacia delante y después, con un brinquito, como dejándose caer, emprendían el vuelo para desaparecer entre las nubes. Y Lolo, que se creía el rey del patio, que incluso había sido capaz de burlar las tortas de su madre convirtiendo sus inoportunas palabras en pensamientos, rompía en un llanto interior que le frustraba, en unas ganas locas por volar.

– ¿Por qué cojones vuelan? ¿Cómo cojones volarán?

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