enero 14, 2013

Protegido: Los buenos.

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diciembre 27, 2012

La lucha.

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La hondonada que dibuja el valle, en su punto de inflexión contra la ribera del Duero, aparece rellena de minúsculas casas de adobe, iluminadas por la luz de una luna que sonríe y habitadas por seres que se calientan al pie de la estufa, o cenando tórridas sopas de ajo o, directamente, escuchando las noticias de la noche. Azuzan las llamas de sus chimeneas con palabras de lamento, pidiendo que mañana sea otro día. Y eso siempre se cumple.

Mientras la leña se desintegra en minúsculas y consistentes briznas incandescentes, el humo comienza su elevación por el conducto de la chimenea, oscuro. Oscuro como un cañón o como los ojos de un pueblo acostumbrado a lidiar contra las frías noches meseteñas. Pero la verdadera lucha se libra en los tejados, bañados por un grueso rocío que en muchas ocasiones consigue helarse y que supone el mayor de los peligros para las aves que, en invierno, prefieren posarse en otras latitudes.

El humo sale por la chimenea y escurre sobre el tejado, consciente de que la lucha contra el rocío es completamente ineludible. Hielo contra fuego. El resultado es ese olor a tierra fría, el olor de las mañanas rurales, mezcla de madera quemada y de hielo fundido. Despertarte, abrir la ventana y sentir que, durante la noche, bajo esa luna guasona, ha tenido lugar una historia. O miles. Son los restos de una lucha eterna que se repite invierno tras invierno desde tiempos inmemoriales durante las noches de Castilla.

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Fe de erratas: Patinazo ortográfico en Valle, escrito con B por culpa de mi manía de llamar a mi mejor amiga así… Balle. Gracias Lo.

octubre 3, 2012

La lisiada de Torretartón

Todo lo que a continuación se lee es una historia real.

Definitivamente el otoño había entrado con las manos en los bolsillos de sus tejanos y con sus pulgares engarzados en las hebillas de su cintura, con la cadera echada para delante, defendiendo con vehemencia su derecho a quedarse. El brasero calentaba las marchitas extremidades de Teodora por debajo del faldón de la mesa mientras sus ojos escrutaban la estancia con un semblante estricto e imprimían, a su vez, un aire marcial a su rostro. Junto a ella, sentadas en el suelo sobre grandes almohadones verdes, siete niñas se afanaban en bordar los retales de tela lugana que la mujer les había proporcionado para facilitar su aprendizaje.

Aunque la mayoría de las familias de Torretartón padecían todavía las secuelas de la Guerra del 36, la historia de Teodora era, sin lugar a dudas, las más triste de todas. Huérfana desde la más tierna infancia, según el médico del pueblo, Don Facundo, había quedado paralítica a causa de una extraña enfermedad contraída en la posguerra. La imagen de una mujer sola y lisiada había levantado las más altas pasiones en los corazones de sus vecinos que, llenos de bonhomía, decidieron contribuir a la manutención de Teodora, que a partir de entonces pasaría a ser conocida socarronamente en toda la comarca como Teodora la Enferma.

Las familias del pueblo -desde la más humilde hasta la más próspera- separaba una parte de su comida para Teodora, procuraban tener su despensa siempre llena, contribuían a que en la tenada siempre hubiera madera suficiente para calentar la enorme casa que el Ayuntamiento había puesto a su disposición e incluso mandaban a sus hijas para que acompañaran a la mujer, tanto por el día como por la noche.

A la mañana siguiente, las niñas volvían a casa con las lágrimas en los ojos, jurando y perjurando haber visto, en mitad de la noche, una sombra más oscura que la propia oscuridad paseándose por los pasillos de la casa de Teodora. Habían sentido su presencia, habían escuchado el crujir de la tarima, deteriorada por el paso del tiempo. Las historias de fantasmas fueron creciendo al mismo ritmo que lo hacía la duda velada de las crías que, pese a su edad, sospechaban que los fantasmas no eran más que Teodora en su papel más realista. Teodora sana. Las mozas alegaban que la mujer las exhortaba a regar las plantas del patio porque a su juicio estaban demasiado secas… Todo esto sin haber pisado nunca su propio jardín.

Hasta tal punto llegó el amor colectivo hacia la lisiada que el propio Ayuntamiento organizó un viaje a Fátima para tratar de curarla. El agua portugués no fue lo suficientemente eficaz y la comitiva rural volvió a casa como fue. Pero la historia de esta mujer encuentra su punto de giro en plena Transición Democrática, con la llegada de un nuevo y joven doctor que, intrigado por la inexactitud del caso de Teodora La Enferma se propuso llegar hasta el fondo del asunto. Lo primero que hizo fue visitar a la celebridad que le recibió no de muy buenas maneras. El médico se arrodilló y al tocarle las piernas, pudo sentir una especie de reguero sanguíneo bajo su fría y marmórea piel, pudo -incluso- notar una suerte de tensión procedente de sus músculos. Solo tuvo que mirar hacia arriba para entrever en su mirada un sencillo ápice de locura y bastó con pellizcar su tendón rotuliano para que San Lázaro descendiese de los cielos, le agarrase del brazo y la pusiese a caminar.

Torretartón nunca más fue lo mismo. La bondad había quedado desterrada de los corazones de sus aldeanos, la generosidad enterrada para siempre en el ataúd de la desconfianza y la casa de Teodora, consagrada a la indiferencia, convertida en un templo de usura para los siglos de los siglos. Teodora, después de fingir durante cuatro décadas una parálisis inexistente, dio con sus huesos en el Manicomio de Valladolid donde terminó consumiendo los últimos años de su vida.

En el pueblo todavía se preguntan qué pueden hacer con el terreno donde esta mujer perpetró tamaño atentado a la confianza colectiva. El Alcalde propuso estirar la mentira y pedir su beatificación porque, según su abuelo, presente en el viaje a Fátima, la mentirosa movió ligeramente un pie cuando se la bañó con el agua bendita y, claro, un santuario en Torretartón daría caché al municipio. La idea fue desestimada en pleno. El resto de la población, acostumbrada a la mentira y a la inutilidad, no descarta la idea de crear un Parlamento. O un Senado. Eso ya se verá.

May 16, 2012

El corral

Madre lavando a su hijo en un corral vallisoletano. La fotografía pertenece a la fotógrafa y periodista Laura Cruz. http://unaltrabirra.wordpress.com/

Su tío Jesús siempre repetía la misma palabra: «Cojones«. La utilizaba para todo. Por ejemplo, cuando comía algo que a su juicio estaba bueno, exclamaba entre risas que «estaba de cojones«. O por ejemplo, cuando se enfadaba con Paco el del taller porque todavía no le había arreglado la vertedera gritaba «¡Manda cojones!«. En cambio él, por su edad, no podía utilizarla. De hecho, todavía recordaba la bofetada que su madre le propinó el día en el que se le ocurrió decir la palabra de marras delante del cura del pueblo, Don Facundo, que ante la chiquillada se cruzó de brazos y dijo algo de que no iba a tomar una comunión, o algo por el estilo.

Lolo tenía 7 años y vivía cómodamente en su casa del pueblo que, aunque pequeña, siempre había estado envuelta por una atmósfera con olor a mañana estival y barniz. Petra, su madre, se afanaba por llevarle limpio y bien vestido y vigilaba sus esporádicas excursiones al corral que compartían con los abuelos paternos. Era una plaza grande, cercada por un muro continuo y encalado, cuya continuidad solo era interrumpida por la presencia de un gran portón por el que la maquinaria de su abuelo entraba y salía. Los grandes tractores despertaban a Lolo y al vecindario entero con sus bostezos matutinos, todas las mañanas, en el preciso momento en el que comienza la jornada laboral para aquellos que aún se dedicaban al campo. Pero daba igual la hora que fuese porque bastaba un mínimo susurro que proviniese del enorme John Deere de su padre para que Lolo se levantara de la cama y se asomase a la ventana para ver marchar a ese enorme y humeante armatoste, que dejaba a su paso el multitudinario crepitar de los cantos rodados del corral, que se retorcían de dolor bajo las enormes ruedas del tractor.

Su madre, Petra, siempre le pedía que no corriese. El tiempo había hecho que de la tierra saliesen cantos y trozos de ladrillos centenarios, de los que solo asomaba una pequeña y afilada porción. Caerse sobre aquel caótico mosaico debía de doler. Cuando Lolo se caía y se magullaba la rodilla, gritaba para si mismo ese «¡Cojones!» que había aprendido de su tío Jesús, para después romper en carcajadas una vez que se percataba de que su madre era incapaz de controlar sus pensamientos. Luego se ajustaba la capucha para mirar hacia arriba, hacia el cable que cruzaba el corral sobre el que decenas de grajos miraban al crío, urdiendo los más descabellados planes contra su vida. Era entonces cuando Lolo cogía un palo, se acercaba sigilosamente hacia el gallinero y, sacando la lengua para reducir el esfuerzo, sacudía la vara sobre una enorme bombona de butano que, al recibir el golpe metálico del palo, rompía en una serie de estruendos que provocaban la desbandada de las aves cotorras.

Y era entonces cuando Lolo se quedaba prendido del espectáculo aéreo, viendo a los pajarracos huir sin problema alguno. Primero estiraban las patas sobre el cable, echaban el pico hacia delante y después, con un brinquito, como dejándose caer, emprendían el vuelo para desaparecer entre las nubes. Y Lolo, que se creía el rey del patio, que incluso había sido capaz de burlar las tortas de su madre convirtiendo sus inoportunas palabras en pensamientos, rompía en un llanto interior que le frustraba, en unas ganas locas por volar.

– ¿Por qué cojones vuelan? ¿Cómo cojones volarán?

abril 13, 2012

Las ocho de la tarde

Abril es un mes intrépido, que sonríe, llora, grita, juega, hace el amor, te agarra de la parte baja de la bata y tira con insistencia de ella, para que agaches la mirada, le acaricies el pelo y le hagas saber que ya has notado su presencia. Es un mes que camina por el filo de un limpísimo cuchillo divisando desde su cortante arista la floritura a un lado y una sonrisa siniestra al otro, que no deja de tener su encanto.

El sol abrileño derrumba los edificios de Valladolid, los proyecta en el suelo para que la gente camine sobre ellos. Y las horas pasan y los días de abril van cumpliendo años hasta llegar casi a su ocaso, que no es una muerte sino un alarde de belleza lumínica, que empapa a los viandantes de una suerte de somnolencia que les afea. Las ocho de la tarde de cualquier mes de abril cubre los adoquines de esta fría ciudad para teñirlos de un rojo burdeos, un color delirante coartado y limitado por miles de lineas negras transversales. Una red en cuya maraña, los edificios condenados a ser pisados empiezan a confundirse con la nada, con la oscuridad de las noches de primavera.

Valladolid en abril no es Valladolid, es un paréntesis sentimental que aloca nuestra percepción del mundo. Definitivamente, el invierno se ha ido, aunque se aferre a la vida en forma de una tormenta tan predecible como inesperada. Hoy es 13 de abril de 2012 y yo ya no sé cómo mirarte.

 

marzo 31, 2012

La iglesia de Villavieja

Me gusta la gente que escribe lo que siente. Y más la gente que cuenta al mundo -mesura por medio- las cosas sencillas que ve a diario, o que puede ver por proximidad. Hoy ha aparecido en mi casa un trozo de papel macilento cargado con una descripción bastante bonita de la escena que puede disfrutarse desde el cerro de Villavieja, cerca de Tordesillas. Es la siguiente:

1776. Una fecha escrita en una piedra, balaustre de una vieja iglesia. Desde este sitio puede verse el pueblo con un abandono casi total. Sus casas, sus tapias de barro y piedra, sus calles sin un alma. Y de fondo un horizonte de campos verdes e igualmente solos… en una tarde soleada de primavera. Y vuelvo a mirar a la iglesia de piedra. Se me viene a la mente y pienso en su historia, en la historia de sus gentes que pasaron por ella a lo largo del tiempo. Que sufre un abandono que no es otro que el abandono de Castilla. Gente de Castilla la Vieja con un destino común e igualmente plano.
L.A

Una reflexión tierna sobre lo que Castilla supone. Escrita a mano en un pedazo de papel y rodeada por cuentas matemáticas y columnas de números. Se trata de un paisaje dibujado con letras que guarda entre sus grafías la esencia de una tierra labriega y complaciente, que porta sobre sus hombros iglesias centenarias y almas inquebrantables… recias, como el surco que la dibuja.